Miguel Ángel Fornerín

Salimos de la estación del tren pasado el mediodía. Nos espera el centro histórico de la ciudad. Cargado de historia, arquitectura, tardes esplendorosas, el centro viejo es un espacio poético de tiempo, de heterotopía y de distancias. Es el punto cero que el poder designa a las ciudades como centro político y cultural. Bucarest es un pequeño París. Denominación que nos conduce a la nostalgia del tiempo pasado.
G., F., y yo nos alojamos en un hotel estadounidense de esos que han prodigado el capital huidizo de la burbuja hipotecaria americana. Es la primera conexión que nos une. Muy cerca está el lujoso Hilton, con sus cuatro estrellas. Se destaca la remodelación del espacio público, convertido en moneda de cambio para los turistas.

La distancia entre el centro y la periferia designa también la posición de clase. Las ciudades europeas se han convertido en centro para los negocios, establecen una correspondencia entre los que entran y los que salen. Bucarest es la ciudad más ocupada con carros en las vías. Como si fuera una agencia automovilística. El auto, como los acondicionadores de aire en las fachadas de los bellos edificios, son signos de una adaptación del espacio a los tiempos que vivimos.

El tranvía eléctrico que comenzó a surcar la ciudad antes de la invención del cinematógrafo, dándole una salida a la modernidad que propició la revolución industrial en la Europa del Este, aún circula como un carro de hierro, cuya andadura chirriante y su dependencia de los cables de energía lo asemejan a algunas piruetas del Hombre Araña. Transita como un signo del pasado socialista y se une a los edificios de oportunidad que cierran la poética de la construcción de lo que le dio el apelativo de pequeño París.
Salimos a caminar y, de pronto, se instala la poética del espacio de los centros capitalinos. Los edificios altos, con su arquitectura. La ciudad está abierta al consumo turístico. Lo que la historia da es parte de una identidad que busca reafirmar. Volver a ser lo que antes era. De ahí que Bucarest sea una nostalgia. Su arquitectura muestra el espíritu latino. Pero también deja las huellas del pasado. En el horizonte vemos las iglesias ortodoxas con sus cúpulas de cebolla recordando el arte bizantino y la llegada del cristianismo, que tuvo centro en Bizancio.

Como signos del pasado, las iglesias y monasterios de la ciudad parecen aprisionados a la vista del flâneur que mira por la arquitectura moderna que remeda el sector XII de París, en el que tantos artistas rumanos bebieron los aires nuevos de la modernidad; las construcciones neoclásicas que distinguen edificios como el Banco Central o Casa de la Moneda o el frontispicio de la Universidad de Bucarest.

Una ciudad es un espacio creado por artistas y artesanos. Conforma la invención poética del habitar, del vivir. Es la creación de un ser vivo. Porque las ciudades toman el ritmo de la vida de sus habitantes. Bucarest es el tesoro de una arquitectura que recupera su identidad híbrida y la invención del espacio cotidiano en el que aparecen todos los signos de una cultura, en los techos de pizarra de los edificios, que rememoran el París de Enrique IV, las Tuileries, el Louvre, y en los espacios que se le asigna al arte institucionalizado. Pienso en la pinacoteca de la gran avenida de la Victoria. Pienso en el Palacio de Cotroceni, de estilo veneciano clásico. En el Museo de Historia y en las grandes librerías que conservan la memoria de una cultura que lucha por su latinidad.

Me levanto temprano y salgo a caminar con F. y disfruto de la madrugada. Como en Madrid o en París, las mañanas son interesantes. Se mueven los limpiadores. En la tienda de la esquina el negocio no para. Los muchachos salen de las discotecas, los amantes se despiden en las puertas de los taxis. Los celadores se disponen a salir del trabajo. Los turistas regresan de una aventura nocturna. En varias oportunidades, me encuentro con un portero que fuma, perdida la mirada en su vela cotidiana. Lo saludo. Con una expresión rumana usada por los militares me responde (“sa traiesti”). Luego me saluda con otra, muy propia de la gente de Transilvania (“servus”), que es de origen germánico y de uso familiar. El lenguaje hace la diferencia de los chicos que trabajan en el hotel y saludan en un inglés lacónico. Siento el afecto de hombre simple que me recuerda a Ioan Butnaru, en el amor a la lengua rumana y a la tierra.

Los restaurantes en las calles sirven comida internacional. G., C., y yo buscamos comida tradicional. En Caru’ cu Bere encontramos este reducto de la cultura del XIX, de Bucarest, de la modernidad donde tenía haciendo la ciudad letrada y que hoy es un atractivo turístico. G. reconoce al famoso escritor Radu Paraschivescu, que parece hacer una pausa en su trajín literario. Aquí entre mozos de Nepal y el fluir de las cervezas y postres, aparecen las sopas que son el emblema de la mesa: la ciorba de burta, la de carnitas, las de pescado, el ají y la mamaliga. Una presencia campesina que guarda la tradición.

A este hermoso edificio le han adosado a su fachada una construcción en hierro para extender su portada a la calle que recibe turistas y rumanos de la diáspora. Pero dentro está la maravilla del salón con su nave central y sus lateralidades con techos abovedados que muestran el esplendor de una época pasada. Más lejos está una de las librerías más grandes que he visto en los últimos años. Y no es la única de la ciudad. Las librerías dan signo a una lengua de origen latino que lucha por ser piedra angular de la cultura. No solo se encuentran los libros que testimonian el hacer de los escritores nacionales, sino el trabajo inmenso de los traductores rumanos que ponen en su lengua toda la cultura universal, desde los clásicos latinos a los últimos escritores hispanoamericanos. Se exhiben libros en rumano que van desde Aristóteles y Plutarco a Vargas Llosa, Rosa Montero, Isabel Allende, Javier Cercas o Julián Marías.

Caminar por la ciudad es entrar en la poética del espacio. Ver las huellas del arte, artistas del teatro, de la publicidad, de los alarifes que construyeron los edificios, de arquitectos que proyectaron el espacio que se convirtió en sentimiento. Los edificios de Bucarest desentonan con los impertinentes del periodo socialista, los monasterios e iglesias presentan la continuidad de la tradición. La ciudad es flujo de gente, de intereses, de modas. En ella están los negocios, el consumo y las aspiraciones humanas. Caminar Bucarest es ver ese pasado que se va y aquello que es permanente. Eso que llamamos identidad, tradición y cultura.

Allá hay otras ciudades cargadas de historia como Alba Iulia, donde Mihai Viteazul proclamó la unidad de Valaquia, Transilvania y Moldova (Tara Româneasca); o la hermosa Sibiu con su perfil medieval en los techos de sus edificios y que recuerda la presencia alemana de lo que fuera Hermannstadt. Más allá Iai, con su universidad y los perfumados tilos de Eminescu, que hoy se abre a los grandes centros comerciales. Vaslui con su admirable jardín en Copou y su cementerio donde yacen soldados rusos de la Segunda Guerra Mundial.

Deseaba regresar a Iai, pasar la frontera y llegar en unas cuantas horas a Odessa. Siempre he querido encontrarme con las imágenes de un filme que refiere a esa ciudad del mar Negro. Ahora no se puede visitar sin correr el riesgo que provocan los misiles rusos y la geopolítica que bloquea el grano que quitará el hambre de África. No es posible. Por eso camino a Bucarest llena de arquitectura, cultura e historia. Una plenitud que demuestra la aspiración de la única cultura latina en un espacio eslavo. No puedo ir más allá porque la guerra, con su igualadora muerte que pone a prueba lo que somos como humanidad, está muy cerca: está en la otra esquina.