Un distinguido miembro de la ciudad letrada, el doctor Pedro Vergés, ha afirmado (Diario Libre, 23 de septiembre de 2022) que no existe la literatura dominicana. Vamos a convertir su afirmación en una pregunta con el objetivo de analizar las coordenadas de la expresión estética a través de la palabra que se ha realizado en República Dominicana.
La constitución de una literatura nacional es un acontecimiento histórico, cultural y literario que está enmarcado en la conformación de una entidad social que es la nación en la que los individuos han decidido gobernarse de cierta manera. En el caso de los países latinoamericanos, esta organización periférica se da en torno a los procesos de independencia y teniendo como centro las metrópolis.
La literatura es un elemento que entra dentro del constructo de lo nacional. Asunto problemático por ser la nación un producto de la modernidad que el discurso posmoderno ha tratado de barrer en detrimento de las aspiraciones de esos países del margen que aún no han terminado la construcción de su nación ni han culminado el proceso de la modernidad al estilo europeo.
Al constituirse la nación dominicana en 1844, la precariedad de este acontecimiento y el desarrollo del país hacen que miremos con detenimiento las ideas de ciertos intelectuales que comienzan a pensarnos como colectivo y sus obras vienen a llenar las aspiraciones de la colectividad. Muestran que somos parte de la tradición literaria europea. Las élites dominan la cultura letrada y mimetizan las formas metropolitanas. Mientras que el pueblo en su oralidad sigue las distintas tradiciones que le dan origen.
Las ciudades letradas son las que encaminan una producción textual, en su origen periodística, que dan inicio a un corpus que hoy podemos estudiar con los cimientos de nuestra expresión. Pedro Henríquez Ureña lo buscó en las letras coloniales. Y desde entonces nos vemos como heredero de la expresión española. Pero otros hicieron un corte para ver la literatura dominicana en la expresión más cercana.
Entonces, nuestra literatura se comenzó a estudiar como pasado. Y se le dio muy poca vigencia al presente. De hecho era raro estudiar o ponderar a un escritor contemporáneo. El estudio de nuestra expresión artístico-literaria iniciaba con el pasado colonial. Claro que eran las acciones del siglo de Clío. Pero debemos ver que en nuestra cultura literaria hay una serie de actores que cambiaron ese pasado por el presente.
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La historia literaria nos habla de ciertos grupos de letrados que dieron vida a la idea de una literatura dominicana. El relato de esta aventura se centra en los escritores de la Independencia (1844) y luego los de la Restauración de la República (1865). Noción de periodos literarios que coincide con la periodización historiográfica. Asunto que Manuel Matos Moquete observa en su ya clásico La cultura de la lengua (1986).
Entonces debemos decir que esa construcción llamada literatura dominicana tiene un origen recientísimo. Pongamos por ejemplo algunos acontecimiento que nos permiten acercarnos a esa noción en la medida en que buscamos un corpus para su estudio. Es decir, cuando nuestra expresión literaria pasó a ser más que una práctica de la lengua, un objeto de estudio.
Primer momento. La publicación de la antología poética La lira de Quisqueya (1874), prologada por José Castellanos, un discípulo de Eugenio María de Hostos. La Lira es un monumento de nuestra literatura nacional. Ella fue la primera flor de nuestra poesía. En ella se muestran tres acontecimientos concomitantes que dieron lugar a su nacimiento: primero, la realidad económica que produjo el fin del Gobierno de Buenaventura Báez, y la idea liberal del fin de la era caudillista, que instauraron Santana y Báez a partir de 1844.
Segundo acontecimiento, la entrada del país en la educación racionalista de Eugenio María de Hostos y la fundación del Liceo de Puerto Plata, luego la Escuela Normal (1880) y, finalmente, el Instituto de Señoritas (1881). Tercero, el desarrollo de los impresos en el país, que estuvo acompañado de un amplio interés en la lectura y la existencia de las primeras bibliotecas públicas.
El cuarto acontecimiento importante, esta vez literario, es que de La lira de Quisqueya sobresalen por lo menos dos escritores que van a ser los que dominarán el canon literario por un largo periodo: Salomé Ureña Díaz y José Joaquín Pérez. En ellos se nota ya una dedicación especial a las letras y un interés en expresar los problemas nacionales. Por lo que su escritura se amolda al relato que funda el corpus: la literatura nacional dominicana.
El segundo momento inaugural de la literatura dominicana es la presentación de los escritores representativos que son llevados a España con motivo del Cuarto Centenario del Descubrimiento de América, para un encuentro de las culturas. Si bien la flor literaria que se presentó en Madrid constituye para los españoles la expresión de su literatura en América, tal como la concibe don Marcelino Meléndez y Pelayo, para los dominicanos que construyeron el corpus: dos de los escritores de La lira de Quisqueya, Salomé Ureña Díaz y José Joaquín Pérez, era la expresión de nuestra alma nacional, de la aventura de significar y estar en el mundo de los dominicanos.
Al llegar hasta aquí, el siglo XIX fue un paso para nuestra literatura nacional. Desde la independencia hasta la caída del régimen de Ulises Heureaux en 1899, el país podía mirar hacia atrás para ver una literatura en movimiento; La fantasma de Higüey, de Javier Angulo Guridi, El Montero de Pedro Francisco Bonó, Enriquillo, de Manuel de Jesús Galván y Baní o Engracia y Antoñita, de Francisco Gregorio Billini, daban el paso a visualizarnos dentro de la estética literaria europea.
La fantasma contiene el deseo del relato popular, de buscar en lo popular y ancestral, como la vida de las comunidades y del indígena, el pasado que servirá como aglutinante de la identidad nacional. Un texto en el que se ven las aspiraciones románticas. Mientras que en El montero de Bonó se muestran las prácticas sociales y culturales de nuestros campesinos cuando ya eran historia las tierras comuneras.
Enriquillo (1882) viene a ponernos en la Literatura Hispanoamericana. Digamos, tomando en cuenta las ideas de Octavio Paz para la formulación de la noción de Literatura Hispanoamericana, que “Enriquillo» es nuestro primer aporte a la literatura de todo el continente. De ahí que se estudie al lado de Tabaré (1888) de Zorrilla de San Martín y que Doris Sommer lo haya estudiado dentro de las ficciones fundacionales de América. Antes, es bueno recordarlo, lo estudió la gran latinoamericanista doctora Concha Meléndez, una de las primeras mujeres dedicadas a la crítica literaria de nuestro continente, por demás, discípula de Pedro Henríquez Ureña, como ella misma se declaró.
Al terminar el siglo XIX, dos mujeres irrumpieron en la ciudad letrada dominicana. Atrapadas por el canon literario no han tenido la suficiente publicación en nuestros días. Me refiero a Amelia Francasci, autora de Madre culpable, entre otras novelas; y Virginia Elena Ortea, feminista, que publicó el primer libro de cuentos, Risas y lágrimas (1900). Con ella nuestra expresión nacional entró en el feminismo del siglo XIX.
Cuatro autores del siglo XIX son fundamentales para ver nacer el corpus y las valoraciones de nuestra literatura: Félix E. Mejía, los hermanos Deligne, Gastón Fernando y Rafael, y el crítico y novelista Federico García Godoy. Si estudiamos a estos escritores, veremos que ya nuestra literatura había abierto un profundo cauce hacia la formación de su tabla de valores (continuará).