Miguel Ángel Fornerín

En la obra New York city en tránsito de pie quebrado (1990), Alexis
Gómez Rosa despliega una poética de lo urbano que en la que dialogan
dos ciudades como dos culturas resignificadas. Gómez Rosa era ya un
autor hecho y derecho cuando emigró a Estados Unidos. En su decir
poético se encuentran, además de las ciudades, las búsquedas estéticas
que caracterizan su obra.


        En este libro queda el sentido del emigrante y también la permanencia
de la cultura de origen. De ahí que le cae bien el título de
transitorio, en la medida que es lo que pasa de un lado a otro y que
también no es permanente. Esto último porque el emigrante se encuentra
en entre dos aguas espaciales y en dos tiempos. En el pasado y en su
presente. Lo que hace de su discurso una heterotopía. Un decir de las
culturas que entran y cruzan y, a la vez, se entrecruzan.
        Resulta sorprendente que ese discurso poético tenga como pórtico la
imagen del poeta indigente. En el poema “Los rostros” (19) se refiere
a Lacay Polanco, el periodista, publicista y escritor existencialista
que vivió en Santo Domingo como un indigente de nuestra ciudad
letrada.  Es una visión del poeta maldito, marginado por la sociedad y
el poder político y de quien la dictadura supo sacar la mayor parte.
Luego de vaciar su sentido, deambula, borrachín, apretando el bolsillo
trasero a ver quién de nuevo le ha “robado el mes de abril” (Sabina).
        Esa resignificación del poeta en la ciudad, del alcohol y la bohemia
que caracteriza a los modernistas de la “rivière gauche”, y que tanto
atrajo la atención de Rubén Darío y muchos de sus amigos dominicanos,
vaticina la otra ciudad y la otra marginalidad del espacio de llegada.
La oralidad en el poema: “varón, varón, cuánta locura” y cierto feísmo
que recuerda la estética postumista, remiten a la mirada del otro. Del
que pasa y ve al poeta en su estado de indefensión humana y social.
Como si fuera víctima de un dictum del destino. Pena que deben pagar
los que les robaron el fuego a los dioses.
        La poética de Gómez Rosa, de aliento prosístico que toca la
antipoesía, expone la realidad. Lo que el ojo del poeta ve y filtra.
Lo que lo hace ser, a veces, cronista de nuestro tiempo. Deudor del
realismo social, no es ajeno a lo que pasa. Su envío es hacia el
barroco y también toca el surrealismo, con metáforas en las que se
pierde el sentido. El verso se resemantiza en un juego de significados
y las asociaciones pueden ser reconfiguradas como errancias del
sentido y apertura de lo nuevo.
        En los nueve haikú, el poeta muestra el tránsito y menciona al Ozama,
que no tendrá como en los modernos un paralelismo con el Sena; tampoco
lo pondrá al lado del Potomac, sino de la urbe de cemento. El Nueva
York que no hay que cantar sino contar; de ahí que el poema narra y
presente esa otredad marcada por el signo de la diferencia. La memoria
gira como noria y el poeta vuelve al punto de partida. Como si lo
dejado fuera un fardo que se lleva y del que no se puede olvidar sin
perderse así mismo.
        En “Vestigio como enredadera” resignifica la velocidad. Un elemento
que caracteriza a la gran ciudad, pero que él ve desde esta ciudad
dialogante, su Santo Domingo. Un espacio que no deja de recordar, y
que se presenta y narra como memoria. En este caso memoria del
autoritarismo: “Corto nos quedamos para alcanzar el mensaje de la Era”
(25). Una acotación en el drama de la historia pasada en la vida
generacional. Un tiempo traído al presente como una dialogía con el
sentido de la emigración. Porque se encuentran en coloquio temporal
dos ciudades, dos tiempos y dos culturas.
        A pesar de ciertas referencias al barrio y a la música, este poema
codifica su sentido. La voz poética abstrae la realidad haciendo que
la poesía se vuelque hacia sí misma. Es una referencia que da apertura
hacia una nueva semántica. Procedimiento en el que juega la poética de
Gómez Rosa que puede ser prosística, referir la realidad a la vez que
la elimina. Por eso sabe el poeta que el sentido tiene una errancia en
la que no caben los falsarios. De ahí que el poema, al crear su propio
sentido, expulse al lector burgués y nos deja con la errancia que
proclama una nueva realidad, que es un no-ser, como aparece en
“Gusanillo narcótico” (28).
        El poema “Espejo que borrar”, hermoso por su ritmo y por el trabajo
del símbolo, refiere un tópico borgeano en el que no solo se busca la
identidad, sino que también se quiere eliminar. Es posible que Narciso
no se pueda encontrar;  hay aquí un tema que muestra justamente la
identidad como modernidad, como civilización moderna que establece la
ciudad, pero en lo humano parece que el espejo culmina su relato de sí
mismo con un encuentro un tanto irónico con el punto de partida de la
humanidad: un retorno a la selva a través de la mirada de sí. Un
retrato que también nos recuerda el “Perro andaluz” de Buñuel: “el
espejo me aburre su lección de semejanzas./ Desde afuera,  con la
navaja, lo borro sin tocarlos.” (29).
        El yo lírico construye el poema entre símbolos y metáforas, como “En
la calle”. Transita en un ‘concho’; la ciudad es Santo Domingo. El
juego de espacios es un diálogo de las culturas, pero también del
tiempo presente. La avenida es de sangre y también de leche. Muerte y
origen. Dos sentidos de polos opuestos que se unen. Las calles están
de luto: Un tuerto, un pedigüeño. El amor, la mujer, el sexo, la
descendencia larga. La realidad: “En la llanta de un carro de concho
(hasta El Príncipe llego) el amor congrega en su adjunto/ de asado y
fritangas,/ alevosías y ofensas verdinegras” (30).
        La narración de la ciudad. Un tipo. Otro tipo en la escritura que no
tiene nada que ver con el costumbrismo. En “Cantante de dos centavos”
se instala de nuevo la resignificación, el presente y el recuerdo. El
poeta ve el tiempo, su estado. El tipo moreno es bajo de estatura. La
canción es de Simon & Garfunkel: “y lo hizo residir en el tren/ Far
Rockaway 207 Street/ por dos horas 15 minutos” (33). Es el tipo de
boina ladeada, que parece rasta, con chaqueta de mala muerte. Es otro
poeta. Otro deambulando en la ciudad que se simboliza en el tren con
“su hervidero de anáforas y latidos”…
        Alexis Gómez Rosa es un poeta singular en nuestra literatura. Su
desaparición vital podría hacer olvidar una de las obras mejor
cultivadas de las últimas décadas. Lamentablemente en el país, la
literatura está hecha de presencias y olvidos. Y los olvidos son más
largos. Los autores se aferran a su obra como un trabajo solitario,
muchas veces personal, narcisista, o de escalera social, que pocas
veces trasciende. Invito a leer a Alexis Gómez Rosa y aquilatar la
importancia de su poética, una que dialoga con las tradiciones
nuestras y de la literatura universal (continuará).