La poesía de Carlos Rodríguez construye un ‘yo citadino’ que presenta un mundo lírico en el cual la ciudad desborda la significación poética. Su ‘estar aquí’ contiene las angustias y las prácticas de un sujeto de llegada. Un inmigrante que se instala en el espacio tiempo y que, a la vez, despliega su experiencia vital, como desencuentro con lo social. De ahí su apartamiento de la sociedad y de su tradición poética. 

Dionisio Cañas en El poeta en Nueva York’ formula su discurso crítico basado en una división temporal que va desde el romanticismo del siglo XIX, los poetas ingleses y su mirada a la ciudad y sus problemas, a la presencia de José Martí en Nueva York. Luego estudia el período de la modernidad con Federico García Lorca en 1930 y, finalmente, la posmodernidad del poeta y narrador puertorriqueño Manuel Ramos Otero. Estas paradas buscan una historia, un tiempo de la poesía y del poeta urbano y su enfrentamiento con la metropolis. 

 Lo que me propongo aquí es ver las simbolizaciones de la ciudad y la figura del artista como un marginado social que entroncan con las visiones del poeta y sus poéticas en el momento de crisis de la modernidad. Esta jalonada por las posturas de las vanguardias y, en el caso más específico, la visión de la ciudad como heterotopía, creada por los inmigrantes en su intento de instalarse en otro espacio. Se busca presentar dos discursos fundamentales: el de vivir añorando el espacio de salida o el asumir con todos los riesgos el de llegada. 

La visión moderna del espacio y del poeta pasa, de Dionisio a Cañas, como en Esteban Tollinchi, a la figura de Baudelaire. En Los trabajos de la belleza modernista 1848-1845… (2004), Tollinchi postuló el deseo del poeta francés de romper con la naturaleza, de definir al poeta en la modernidad. En lugar de presentarse como un ser genial, romántico, nos conduce a dos polos opuestos: Víctor Hugo y la ruptura frente al neoclásico (ver el “Prólogo a Cromwell”), por un dado, y el afianzamiento en la modernidad, con la celebración del automóvil, la velocidad, en el manifiesto futurista, Marinetti, et alli, por el otro.  

En definitiva, lo que está en fuego es la posición del poeta frente a la tradición y su intento de borrarla, cosa que Tollinchi no cree posible. O al menos, el interés en enfrentarla desde el spleen, o desde la contradicción fundamental de sus valores. Dice Tollinchi: “Baudelaire pretende [ …] afirmar la originalidad del poeta, su individualidad. Y para eso no hay mejor recurso que borrar la tradición” (149). El poeta ve la vida cotidiana como algo trivial y, en el caso de Carlos Rodríguez, esa trivialidad es impulsada por la búsqueda de lo universal. Lo que lo acerca más al discurso de la Poesía Sorprendida que al Manifiesto Postumista (1921). 

Sintetiza Tollinchi: “el poeta afirma su distancia de la vida trivial, su posición solitaria frente a los demás, y simultáneamente, el valor de su obra. La melancolía es, por lo tanto, un punto de partida obligado, fundamental” (Ibid., 150). Así el artista, ya fuera de la naturaleza romántica, tiene que crear un “paisaje urbano”. Él vive entonces como un flâneur, “a quien la ciudad rodea como las cuatro paredes de su cuarto”; el flâneur, hoy ha sido desplazado por el automovilista, dice Tollinchi, que no sabe dónde ir “o por la señora que quedó presa de la tienda por departamento” (Ibid., 151). 

La ciudad adversativa es uno de los discursos de los latinos. Si bien en Martí encontramos la euforia del progreso, en busca de dejar atrás el aldeanismo de Nuestra América, en Lorca como en Virgilio Dávila, nos acercamos al discurso de una ciudad que adversa al sujeto y, sobre todo, al poeta y su mundo natural. Lo que queda es el “desierto de las oficinas”, y la “fiesta de los taladros” (Lorca, “Poeta en Nueva York”, 1930), presentado por Dionisio Cañas como una visión infernal. 

En la poética de Carlos Rodríguez, estas líneas son discontinuidades. Formas que se abstraen. Líneas que se cruzan. Elementos que se niegan. Espacios que funcionan paralelamente. Los parques, las balaustradas, la nostalgia dejada que se borra en el testimonio biográfico y que se integra a una poética de la mirada, más centrada en el mirar y el sentir que en la nostalgia del espacio negado. 

La ciudad aparece con sus matices. Pero ella no es un monstruo en donde mora el poeta. El espacio nuevo se confirma como algo que está dentro de la normalidad del vivir, del decir… La postura de la voz del ‘yo citadino’, se manifiesta en el poema “Neruda”: “Cansa el pensamiento, el verbo, el truco de la vida. / He auscultado su postura y veo otras sandalias por donde recorro/ y recojo el polvo de la arena” (“Lago gaseoso”, 105). La voz poeta también monologa con su propia condición de apartamiento: “He pensado en una voz que me llamaba. / Sigo viendo el cuarto y la figurilla con sombrero mexicano. / Pobre ángulo mío. / Pobre esta chispa de suicidio que doy como líquido en la mañana/ que arremete contra todas las razones y sorpresas metafísicas” (Ibid.). Entonces la voz lírica se instala en autodestrucción y en la angustia. 

Dice Tollinchi: “el sufrimiento, la insatisfacción, son también estados permanentes en Baudelaire. De ahí proviene el horror que el poeta siente de sí mismo y los castigos que siente debe imponerse. Es su llamado “dolorismo”. La repugnancia por sí mismo, sobre todo en lo que concierne a su cuerpo, es básica (150). Una manera de sentirse fuera de la naturaleza y de la trivialidad de la vida natural. Es decir, en el caso del poeta latinoamericano de afirmarse en el espacio de destino. Asumiendo su propia marginalidad. Y en caso de Rodríguez su fuga de la realidad y la errancia de su propio sentido vital. 

En muchos de los poemas de Carlos Rodríguez, la ciudad está ahí. El poeta la siente, pero la toma como compañera y acompañante en su tedio vital. Es una heterotopía interesante. Las gentes son colores, lenguas. De momento, la vida cotidiana se convierte en una maravilla poética. Como en el poema “500”, dice la voz poética: “Caminaba hace un rato/ hacía frío en la planicie, o sea, en la metrópolis. / El desengranaje étnico acompañaba a esos señores/ que oponían sus lenguas, / una mal hablaba, la otra no sé cómo, penetraron en el viento/ al caminar” (108). “Siento la daga en esos colores que son esos señores que hablan/ y señalan y hacen gestos y se duermen al domesticarse. / Pasa un shhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh./ El metro se encarama en los atardeceres de NYC No. 2” (108). 

El vanguardismo quiso postular una poética de la ‘discontinuidades’. Arrasar la tradición moderna. Tiene a Baudelaire como referente; también a Nietzsche como desconstructor y creador de una nueva arqueología del saber, como postula Foucault (1968). En suma, en la poesía de Carlos Rodríguez las vanguardias operan como tradición. La ciudad está ahí como encuentro entre las distintas ‘otredades’ étnicas, lingüísticas… El poeta ya no aspira a su pasado. Se allana a vivir en los márgenes: apartamentos, bares, calles; en las balaustradas… Brinda en el altar de lo nuevo. 

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