Miguel Ángel Fornerín

Cuando inició la narrativa sobre la globalización, Anthony Giddens elevó el concepto de riesgo a una categoría economía (Giddens: Un mundo desbocado, 1999). El tema me interesó porque, al estudiar las ficciones tengo intereses en las cosas ideales que manejan otras disciplinas. Todo eso que parece no estar determinado por la subjetividad, que muchos le achacan al lenguaje. 

         El concepto de riego era importante para un inglés, en cuya amada Londres se manejaban entonces, vaya usted a saber lo que ha pasado luego del Brexit, la mayoría de las transacciones reaseguradoras. Los países que conectaban sus fábricas con China y, cuyos destinos manejan en guarismos en las bolsas de valores: en Tokio, Nueva York, Sídney, o Sao Paulo, no tenían entonces en cuenta otra categoría: la de peligro. Más bien les resulta conocida la de seguridad que está cuantificada en billones de dólares y medida en relación con el Producto Bruto Interno de los países.

         Desde la segunda guerra mundial aparece la noción de un mundo en peligro (Walter Benjamín, tesis 6 y Adorno). Hollywood ha realizado innumerables películas sobre el fin del mundo. Los libros Bíblicos escatológicos, aquellos que hablan de plagas y destrucción de ciudades, parecen quedar pequeños antes el temor a la destrucción que aparece en la narrativa cinematográfica. Luego de la terminación de la guerra en 1945 entramos en la Guerra Fría signada por el peligro nuclear.

Dibujo creado con IA en Midjourney.

         El peligro de la aniquilación global ha estado a nuestras puertas: no solo por el invento de nuevas armas de destrucción humana (no digo masivas porque las masas llegaron para quedarse), armas capaces de reducir el mundo a la Edad de Piedra. Esa posibilidad llevó a los humanistas a profundas reflexiones sobre el poder (Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, 1951), la violencia como un elemento antropológico y sus límites de conocimiento. Michel Foucault, por ejemplo, lo ve como un retorno del animal a la selva. No como animal, sino que lo humano entra de nuevo al espacio salvaje (Foucault, 1969).

         De la segunda Guerra Mundial y los acuerdos entre las potencias vencedoras salimos con un consenso del uso de la superior violencia que tienen los estados: el poder de destruir. Nacieron instituciones de derechos humanos, defensores de la paz, organismos de limitación de armas, premios para los luchadores por la paz, tribunales internacionales para juzgar a los criminales de guerra, como el Tribunal Penal Internacional, el Consejo de Seguridad, etc. En otras palabras, comenzamos a administrar el peligro, la destrucción y legislamos para vivir en un mundo de equilibrio. En un mundo sin la proliferación de la violencia.

         Un poco antes de iniciar la pandemia, vimos cómo la narrativa de la guerra reinició y también los movimientos militares que oteaban más que un problema global de sanidad, un problema general de seguridad. Los que no estamos tan atentos a lo que pasa en ese mundo cruel de las armas y de los ejércitos quedamos sorprendidos. Algo se estaba cocinando en el mundo de las guerras. Y pensar que los señores de la guerra no están en Afganistán ni son necesariamente aliados de los talibanes.

         La segunda guerra de Ucrania puso a los entusiastas de un mundo seguro, global y feliz, a observar el panorama de las distintas guerras. Muchas de ellas realizadas en espacios extraños y que parecen no tener un fin fundamentalmente económico, como la lucha contra los extremistas, que desató una narrativa sobre el enfrentamiento de culturas y unas tensiones geográficas entre el este y el oeste, en las que nosotros quedamos bajo el concepto cultural de Occidente.

         Todo parece indicar que los consensos sobre las armas se terminaron. Y lo que vimos como sanciones a Corea del Norte o a la República Islámica de Irán era ya un paliativo a un mal mayor. En mundo global era un espacio de guerras, desconfianza, negocios burdos con la muerte. Qué ingenuos hemos sido al creer que, cuando un muchacho trata de exterminar a sus compañeros de su escuela en Estados Unidos y, recientemente, en Rusia, es el atormentado por una enfermedad mental. Eso es muy relativo. Lamentablemente, vivimos en un mundo global enfermo con la seguridad y la autodestrucción.

Y los comerciantes de armas venden lo que pide el mercado. La muerte entró en la oferta y la demanda. La seguridad se oferta en billones en distintas divisas y los petrodólares están sirviendo para la destrucción. Más en los últimos tiempos que antes.

Juan Bosch Escribió sobre los complejos militares industriales (El pentagonismo sustituto del imperialismo, 1968) ,en la actualidad esos complejos se han diversificado: en la escena han entrado Corea del Norte, Irán, Turquía, e India parece cada vez más interesados en el desarrollo de sus propias armas. Por lo tanto, el mundo ha diversificado sus centros de poder y sus fábricas de producción armamentística.

         El Anuario de 2022 del Instituto del Estudio de la Paz de Estocolmo (SIPRI) trajo una descripción de lo que está pasando. El SIPRI presenta estadísticas del movimiento transaccional de armas desde la década de 1950. Una ojeada rápida lleva a pensar en los cambios en las transferencias de armas en los momentos en que se agudiza la crisis de los hidrocarburos e inicia el ascenso de los países del medio Oriente en la escena de Occidente. En otras palabras, en la medida en que Occidente se movilizaba, causaba un ruido en los países del Oriente de vida pastoril y sedentaria, hasta llevar a lo que son hoy. Estos países son los mayores compradores de armas. Y su ascenso y su inevitable caída por la entrada en el futuro de las energías emergentes, será terrible para esta zona. Del Líbano, de Palestina a Siria, podemos ver las estelas de la destrucción y la proliferación de guerras. Este panorama parece mundializarse ahora.

         La segunda guerra en Ucrania (2022) cambiar el escenario europeo de tal manera que no será como antes. Europa disfrutó de la seguridad del Buen Hermano, pero ya Donal Trump le cuestiono los gastos de gendarme mundial. Entendía que Europa debe pagar por su seguridad. Y esa es una de las razones por la que tantos países europeos comienzan a modernizar sus ejércitos.

         En el mundo en peligro parece que nadie confía en los otros. Rusia, que ha hecho galas de fabricantes de armas de última generación, parece quedar opacada. Y sus contratos de venta de armas, según los expertos, serán menores, debido al pobre desempeño de su ejército y sus armas en el escenario de la guerra.

         En fin, el mundo ha diversificado sus centros de fabricación de armas, lo que podría desestabilizar el orden establecido en el consenso posbélico de 1945. Elementos de narrativas históricas y culturales intermedian en los argumentos que manejan los estrategas y analistas, pero en el fondo, y visto de forma real, vivimos en un mundo cada vez más peligroso. Un mundo que erosiona las instituciones creadas para administrar el orden mundial de destrucción. Un mundo que parece salir de su euforia global hacia una Westfalia (Lamo de Espinosa, Entre águilas y dragones, 2022) donde los estados desconfían cada vez más los unos de los otros.

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