El ensayo este ensayo de Miguel Ángel Fornerín explora la vida y obra del poeta dominicano Daniel Baruc Espinal, destacando su recorrido por América Latina y su papel como una voz significativa en la literatura en tránsito. A través de una poesía luminosa y espiritual, Espinal se convierte en un poeta que, aunque no encaja en ningún canon literario tradicional, ha sido galardonado internacionalmente. El ensayo examina la profundidad metafísica y espiritual de su poesía, sus temas recurrentes como el amor, la muerte, y la nostalgia, y su capacidad para transformar lo cotidiano en universal.
Miguel Ángel Fornerín
Va de un lado a otro de América o circula por tierras aztecas, celebrado, galardonado y reconocido. Parece caminar lento y a veces usa un báculo para sostenerse; otras, reposa revestido de una santidad que respira su rostro de mirada lejana. Nació en 1962 en Sánchez, República Dominicana, y su fe y enseñanzas lo llevan por los caminos de un Dios que aparece en las gentes, en las plegarias. Tiene numerosos poemas. Ningún canon lo incluye. No pertenece a generaciones literarias. Y es proponente de una poesía luminosa.
En su trayectoria, ha ganado casi una veintena de premios en distintos países. Escribe cuentos que han sido galardonados en Puerto Rico, por el Instituto de Cultura Puertorriqueña, donde ha sido publicado Poner la mano en el fuego (2007). Es un embajador de la cultura por el Estado de Bolivia; en distintos países su poesía ha sido antologada. Es, en definitiva, una de las voces de la literatura en tránsito que realizan los dominicanos en el exterior.
Ha publicado una veintena de libros de poesía, cuentos, ensayos y crónicas. Sin lugar a duda, Daniel Baruc Espinal es una figura de la literatura, pero no es un nombre. Más que eso es una hazaña que daría gusto conocer, como persona y leer como poeta lírico.
Su antología poética Hormiga dentro de una ámbar de agua (2018), publicada por la Editora Nacional, recuerda su libro homónimo ganador del Premio Nacional de Poesía Salomé Ureña en 2017. Como un hombre que camina entre el mundo y el misterio, comienza con un poema metafísico sobre el origen del cosmos, desde una perspectiva cristiana, en el que la palabra recorre las cosas y las crea de una manera que lo dicho se destaca por una sencillez que va tocando una altura que lo coloca en un espacio muy privilegiado:
Antes que la luz fue la palabra:
la que sacó de la nada el universo
y dio su concierto de espumas a la mar,
y al cielo sus cristales
de aguas mansas y brillantes.
Antes que la luz fue la palabra,
bondadosa, eterna, redentora.
Al recrear el origen a través de la palabra, Daniel Baruc vuelve a recordarnos el lugar de la poesía y la dignidad del poeta como creador de mundos apalabrados. El único de nuestros semejantes que puede, sin usar el martillo o la fragua de Vulcano, construir desde la nada del no ser y dar al mar un “concierto de espumas”. Como dijo en Trabajos y días Hesíodo: “¡Oh, musas de Pieria!, vuestros cantos de alabanza entonad”. La palabra precede a todo, y ella es, además de redentora y eterna, bondadosa. Darle al decir una ética, una posición en el mundo es el pórtico de su antología.
Cuando trata el tema de la muerte lo hace desde la sencillez del símbolo. Las hormigas sobre una inerte lagartija. Como lo hace Antonio Machado en “A un olmo seco”, pero desde esa particularidad crea un tema universal que nos impacta por su luminosidad comunicante: la forma en que la muerte impera sobre el mundo y lleva “el ritmo sinodal del universo”. Para dar paso al vacío del poema: “Sobre una inerte lagartija, las hormigas/ escriben, sin saberlo, este poema”.
Pero, no es solo en terreno metafísico donde trabaja el poeta. Puede ser tan fácil para él pasar al amor, en un decir de relámpagos que designa la igualación de la poesía a la gente más simple, menos complicada, que vive y busca su estar en este mundo. Como ocurre en el poema 4 de Dormir sobre la luz: “Yo he elegido tus labios y tu voz/ tu aroma de rosal, tus ojos tiernos/ el resabio profundo de tu piel/ y la sed que a mi boca da tu lengua:/ ese pez de cristal que, en el rocío, / de la alborada reconstruye el nombre y el cuerperío errante de la felicidad”. Ese neologismo que remite a Ángela María Dávila, ahora se refiere a la felicidad; aunque su sentido es el del cuerpo feliz por efecto del amor.
Así en otro poema lo declara. Amor en cualquier lugar, en cualquier tiempo. Una fuerza universal: “Al final, en cualquier parte, /en cualquier tiempo, /todos buscamos el amor, /los frágiles puentes, /los oscuros y delgados hilos del placer”, (poema 4, Bisagras y mandolinas), mostrando la fragilidad de los sentimientos. Toma el misterio desde su indefinición, y ese acceso cotidiano y práctico que une todo a la nada del ser.
En el poema de retorno al país natal, aflora el regreso para morir; el regreso del exilio, que es como decir el otro lado de nuestros fracasos nacionales. Y volver a la tierra donde el amor se acunó por primera vez, y el vino puso música al “corazón en llamas”. Allí encontramos el verso luminoso y profundo, brindando una sentencia. Bordeando la gran poesía: “el infinito abre mil ventanas /para que la noche no lo alcance”. En medio de la nostalgia del lar, la casa, el jardín, los recuerdos de la abuela caribeña: “veo mi casa sola/ como cuando el amor en ella ardía”. Y en la recepción del poema releo esas casas victorianas de Sánchez. Un pueblo que es la nostalgia de un tren que desestabilizó el viejo siglo de las independencias, trabado en las guerras civiles que fraguaron nuestra radical manera de concebir la libertad. Sánchez está ahora frente a la nostalgia de su poeta.
Para terminar con este aterrizaje de la añoranza gozosa, una nostalgia que es la idea de todo emigrante; una idea que es más sueño que realidad y que rebasa lo posible: es preciso encontrar el tiempo perdido, que jamás se puede aprehender verdaderamente. Este final es un descenso a la tierra y a la exploración de unas raíces apegadas a un pasado que no se puede recuperar: “Me gozo más que nada, en la idea luminosa del regreso. /Ese inminente retorno a lo que fui, /a lo que soy por dentro todavía. /Me gozo en volver, /estremecido, loco, a mis raíces.” Esa incomprensible manera del hombre de querer retornar al mito del árbol.
La ficcionalización del yo busca el amor, la vida; que se sabe hijo también de la muerte; de la nostalgia, del recuerdo de las cosas simples, del sol y la luna, de la infancia… aparece en estos poemas de un solo ritmo. Como lo dice el yo lírico de este poema: “Sin nada en este mundo donde asir /mi corazón de vino y de atabal, /voy por la noche como quien desposa /en rapto de locura a una serpiente”.
En definitiva, la poesía de Daniel Baruc Espinal hay que leerla y disfrutarla despacio con la parsimonia del catador de buen vino. No importa la prisa del que escancia. La poesía luce por sus propios fulgores, y antes de la complicación del erudito, la sencillez del que refleja las improntas del caminante: aquel que trashuma las ovejas o las almas. El que habla desde su individualidad un lenguaje que escuchan las mariposas, los tamarindos o las magnolias.
Una voz que viene a hablarnos desde el silencio de sus viajes y desde la nostalgia de su regreso. Es un poco símil de la isla, hecha de tiempos y deseos, de búsquedas, de encuentros y desencuentros. Donde el arte puede, con sus destellos, salvarnos.