Miguel Ángel Fornerín
Recientemente leí unas declaraciones de Manuel Scorza sobre la narrativa y en ellas decía que la novela es una máquina de la creación. La metáfora me impresionó porque me remitió a la idea de máquina de Deleuze y Guattari y también porque la máquina es una de las inspiraciones de la modernidad. Al ser la novela un género moderno, la relación no me parece vana. Aunque prefiero pensar en la máquina creativa como un artefacto lingüístico instituido para recrearnos y también para decir que estamos en el mundo.
Frecuentemente, pensamos la novela dentro del marco propuesto por G. Lukasz en el que el realismo parece darle un destino de expresar los problemas humanos. Conceptualización que Goldmann llevó a las estructuras sociales. Se hizo tradición pensar la novela como voz de la vida y de la sociedad; la expresión de individuos como nosotros que, creados a la imagen de la vida, nos decían algo de una tiempo pasado o presente que podríamos pensar al son de las ideas económicas que las nuevas ciencias sociales nos brindaban.
Posiblemente hemos vivido el entrampamiento del sentido. Y esto contrasta con la idea de la novela como una máquina de crear, no solamente un mundo posible, no la expresión de una realidad de afuera, sino el espacio verdadero de la creación poética ligada a los problemas humanos. Esta máquina está fundada por una serie de artificios lingüísticos que se disponen en la tradición, tanto de la lengua como en la usanza del novelar que se ha llamado género, como tipo en una dinámica en que el modelo existe con distintas variantes.
Yo he observado en las novelas de Guillermo Piña-Contreras algunos aspectos que me parecen capitales para poder entender el narrar en nuestro país, además de la manera en la que trabajamos en la creación literaria; la forma en la que recibimos la obra, la forma en que la apreciamos y la valoramos. Muchos han hablado de que nuestros criterios están normalizados por los juicios previos. Es decir, leemos a partir de prejuicios, de ideas que ya existían y que nos hacen pensar de cierta manera. De ahí que la crítica no solo debe ser juicio, sino creación.
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El primer prejuicio de la literatura dominicana contemporánea referente a la novela es de que falta la gran novela nacional. Ese es nuestro vellocino de oro. Como argonautas de la creación y de la crítica hemos buscado esa gran novela nacional. Tal vez uno de los logros de la lecturas de Giovanni Di Pietro, quien ha leído prácticamente toda nuestra novelística, es haber descubierto que nuestra creación narrativa tiene un gran valor, pero que no hemos encontrado esa gran novela. En Carlos Esteban Deive también aparece esa idea de fracaso en la gran novela dominicana. Tal vez Jimmy Sierra con Idolatría intentó esa novela no solo en su contenido y forma sino en la cantidad de páginas.
El segundo prejuicio ha sido leer nuestra narrativa desde la idea de que no existía una literatura urbana. De ahí que hasta los años setenta estaban los opinantes prácticamente convencidos de que nuestra imaginación literaria no pasaba de retratar la vida rural. Creo que hoy este prejuicio no afecta hoy nuestra manera de pensar y nuestro accionar en el campo literario. Pienso que también ha desaparecido la preconcepción de que existe una literatura escondida que hay que descubrir. Juicio que tuvo cierta validez en la medida en que al salir de la Era de Trujillo cerramos un paréntesis donde se había ocultado ciertas obras: la verdad es que el desconocimiento se refería a los cuentos de Juan Bosch, publicados en el exilio, a la novela El masacre se pasa a pie de Freddy Prestol Castillo y a ciertos cuentos de Hilma Contreras. O a las novelas de Requena, publicadas fuera del país.
En la actualidad tenemos una idea casi completa de nuestra narrativa. En los últimos cincuenta años hemos tenido obras singulares que nos han ayudado a ampliar el horizonte de la expresión estética nacional y esta máquina de la imaginación parece ser cada día más visible a nuestro entendimiento. Cuando Piña-Contrarias publicó “Fantasma de una lejana fantasía” nos pareció que de ella no brotaba la gran novela, por lo menos por la cantidad de páginas. No pensamos entonces que la tradición de la narrativa dominicana surge de novelas breves, como La fantasma de Higüey y El montero, aunque luego sigue con novelas más extensas como Enriquillo y Engracia y Antoñita.
Leímos una novela que podríamos decir está bien escrita. Tiene un tema interesante, se encuentra en la tradición de la novelística dominicana, dialoga con la tradición francesa, que origina nuestro narrar. Pero no era la gran novela que estábamos esperando. Entonces, nuestros juicios previos actúan sobre la creación. Lo que no estábamos mirando es el desarrollo de otra narrativa dominicana que fascina por su brevedad, por la colindancia con otras formas más populares y que hace un tiempo he querido releer y críticas en su conjunto.
Pienso en obras como La mujer de agua, de Ramon Lacay Polanco, La vida no tiene nombre o Los ángeles de hueso, de Veloz Maggiolo, Magdalena, de Deive, Los algarrobos también sueñan, de Virgilio Diaz Grullón, La otra Penélope, de Andrés L. Mateo, No les guardo rencor, papá, de René Rodríguez Soriano, Laura en Sábado, de Manuel Rueda, La casa de Leonor, de Guillermo Piña-Contreras. Este curpus incompleto nos da otros artefactos de nuestra creación literaria, en los cuales no siempre se resuelve otro problema: el de que la novela es el tribunal de nuestras causas perdidas, como decía en sus declaraciones Scorza.
Si bien las dos primeras novelas de Piña-Contreras no resuelven el supuesto que se plantea la crítica en los sesenta y actuó como una camisa de fuerza en el horizonte de la lectura, no era menos cierto que se veía en su narrativa un accionar de grandes posibilidades. Así lo atestiguan las recensiones críticas que en este libro se reúnen. Tiempo después de la publicación de La casa de Leonor, Piña-Contreras nos entrega otra novela, esta vez un texto como lo que estábamos esperando, una obra de largo aliento.
Esto así en el sentido de contar una historia no intervenida por los aires experimentales que nos dejaron el Nouveau roman y el Boom latinoamericano, la novela La reina de Santomé se alza dentro en nuestra tradición novelística, y se perfila entre nuestras grandes novelas al desvelarnos un mundo, al tocar uno de los temas de nuestro novelar, la Era de Trujillo, pero no desde el centro capitalino como aparece en La balada de Alfonsina Bairán, de Mateo o Uña y Carne”de Veloz Maggiolo, sino desde la provincia. Estas provincias que habían sido el centro de nuestra narrativa en el siglo XIX ocupaban ahora un espacio en la construcción de una obra literaria que entraba a la ciudad con la imagen de la Feria de La Paz en el año 1955.
Las provincias en nuestra narrativa estaban de nuevo recuperando un espacio en Cuando amaban las tierras comuneras, de Pedro Mir, en Bienvenida y la noche de Manuel Rueda, en La brega, de Frank Núñez, en Carnaval de Sodoma de Pedro Antonio Valdez, en Una vez un hombre, de José Enrique García, en Génesis si acaso, de Ángel Garrido… pero ese novelar que está cruzado por distintas instancias creativas, que creó el pendular de la literatura urbana, que tiene como centro la ciudad o la provincia, nos ha dado esa alternancia de esta máquina de nuestra creación literaria (continuará).